El arte existe para quien pueda pagarlo

Sin duda, la música en directo vive uno de sus mejores momentos. Las giras se anuncian con meses — incluso años — de antelación y agotan entradas en cuestión de minutos. Artistas de todos los tamaños llenan recintos cada vez más grandes y los conciertos son esenciales en la agenda cultural.

Sin embargo, esto no solo nos trae la genial experiencia de ir a un concierto. A medida que la demanda crece, también lo hacen los precios, las dificultades de acceso y la sensación de que asistir a un concierto empieza a ser menos una elección cultural y más una competición económica. Lo que parecía —  y es —  un triunfo del arte se convierte en un modelo que prioriza la venta anticipada, la exclusividad y el beneficio por encima del vínculo real con la música.

La música no se está disfrutando. Se está vendiendo.

Y no de cualquier manera: se vende por adelantado, se vende cara, se vende mal y, sobre todo, se vende a quienes pueden permitírselo. Compramos entradas para discos que no hemos escuchado. Pagamos cifras desorbitadas por canciones que todavía no existen. Reservamos una emoción futura sin saber si, llegado el día, seguirá siendo nuestra.

El concierto ha dejado de ser la culminación de un vínculo con el arte para convertirse en un acto de fe. La lógica ahora es: primero pagas… luego — si todo va bien— querrás venir.

Las fechas se anuncian con una antelación absurda. Un año… O más… Como si tuviéramos la libertad de disponer de días libres con tanta facilidad. Y, aún así, compramos por miedo a quedarnos fuera y que lo importante ocurra sin nosotros. Y por amor, claro. Amor al arte, a la música, al artista y a todo aquello que sentimos al ver un concierto.

Los procesos de venta se han convertido en un campo de batalla: colas virtuales que colapsan, plataformas que fallan, precios inflados, sistemas poco transparentes y mal preparados ante una demanda que ellos mismos fomentan.

No es un fallo del sistema. Es el sistema.

Ir a un concierto se ha convertido en un privilegio absoluto. No cultural, sino económico. Ya no importa cuánto ames la música, sino cuánto puedes pagar por ella. No importa cuánto te haya acompañado un artista a lo largo de los años, sino si llegaste a tiempo, si tu conexión fue rápida, si tu tarjeta es de cierto banco o si puedes pagarlo.

La música empieza a funcionar como un club exclusivo… y todo club necesita excluir para poder decir que tiene valor.

También los artistas pagan este modelo con giras interminables, voces cansadas y cuerpos agotados. Al final, su mundo se rige por la rentabilidad, no por la necesidad creativa. Y el público también cambia. Escucha menos y graba más. No porque no le importe la música, sino porque ha aprendido que demostrar que estuviste allí importa más que el hecho de haber estado. 

Hay algo triste en esto. No porque el arte se pague, sino porque exige disponibilidad total, entrega constante y obediencia al mercado. Porque se convierte en puro producto.

La música se está volviendo inaccesible. Entonces, si el arte solo lo pueden disfrutar unos pocos, deja de ser cultura para convertirse en un marcador social.

El arte es lo más valioso y puro que tenemos, no lo convirtamos en riqueza y poder. 

Neusa

Soy Neusa y escribo sobre casi todo lo que pasa por mi cabeza. Como amante de la música y el arte, suelo escribir sobre ello. También soy una apasionada de los libros y la escritura; en general, de todo lo que cuente una historia. Analizo los mensajes y las narrativas que se esconden detrás de canciones y discos de nuestros artistas favoritos . Hablo de actualidad, cultura, personas y movimientos sociales, siempre desde una mirada honesta y actual. Podéis encontrarme en otros lados como @neusajulter.

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