Desde el primer directo ya se intuía que Operación Triunfo 2025 no estaba encontrando ese sitio que todos queríamos darle. Porque sí, somos muchos los que amamos el programa y, por eso, somos tan críticos.
El programa avanza, sí, pero sin la emoción colectiva que solía convertirlo en conversación nacional. No falta talento ni producción: falta conexión.
Entonces el público mira, pero sin quedarse. Escucha, pero sin enamorarse. Comenta, pero sin involucrarse. Y cuando OT deja de generar vínculo, deja de ser OT.
Uno de los problemas es el casting brillante, pero recortado por el mismo patrón. Este año se repite una sensación: los concursantes son demasiado parecidos. Perfiles acomodados, muy formados, con historias poco emocionantes. Todo tan pulido que resulta difícil distinguir una voz propia. La homogeneidad ha matado el carisma. Y somos muchos los que creemos que cuando alguien empieza a desmarcarse, la Academia parece recortarle vuelo. Como si destacar estuviera mal. Como si el que destaca no es el que ellos quieren que lo haga, les molestara.
Incluso hay concursantes que parecen renegar del propio programa y algunos concursantes no parecen disfrutar el formato. No ya cansados, sino desconectados. Incluso ha habido momentos donde han manifestado sus ganas de irse, algo inédito en un programa que se supone un sueño para quienes entran.
Y claro, la audiencia lo nota. Lo comenta. Y se pregunta: “Si ellos no quieren estar ahí, ¿por qué debería querer yo verlos?” La desilusión desde dentro contamina inevitablemente la emoción desde fuera.
La decisión de dejar que los concursantes elijan sus canciones parecía algo bueno, pero la práctica ha demostrado otra cosa. Al final, OT es un programa de retos, estilos diferentes, reinventarse… Pero este año todo es correcto, suave y predecible. Todo esto con un jurado que huele a algodón de azúcar. No queremos concursantes acribillados por críticas del jurado, pero sí alguien no ha cantado bien, ¿para qué decirle que ha tenido dos cositas sin importancia? Ah, ¡y cruza la pasarela!
Puede ser un mal casting, supongo que eso es algo que puede pasar. Sin embargo, los profesores reflejan el mismo desánimo. Los profesores —figuras clave en otras ediciones— están menos inspirados, menos apasionados, casi arrastrando la dinámica semanal. Las valoraciones no encienden debate. Las clases no generan emoción. La energía general es sorprendentemente baja. Cuando la pasión no nace dentro, no puede nacer fuera.
Y aunque la audiencia no es experta en producir programas de TV, sí sabe qué quiere ver. La crítica más repetida en redes es clara: “no hay relato, no hay evolución, no hay alma”. Pero el programa sigue sin reaccionar, como si confiar en la marca fuera suficiente. Este año, se ha mostrado una desconexión entre lo que el público pide y lo que el formato ofrece.
De cara a la final, queda otra sombra sobre la mesa: los cinco finalistas no representan necesariamente a los mejores. El talento está, pero no siempre ha sido recompensado. Y para muchos espectadores resulta evidente que el programa parece esforzarse para que gane una concursante en concreto. Una narrativa empujada, insistente, casi artificial.
Lo que debería ser una final abierta se percibe como una lucha entre el talento real y la idea de ganador que parece que la Academia quiere construir. Y esto solo crea más desconfianza y desconexión con el formato.
OT 2025 no es un fracaso. La audiencia está ahí. Dispuesta a vibrar, a elegir, a emocionarse. Pero necesita un formato que vuelva a ser valiente. Que premie lo diferente. Que permita crecer. Que no boicotee a quien destaca. Que no fuerce relatos prefabricados.
Aquellos que amamos OT, echamos de menos OT. Y que gane el mejor… Supongo.








