Hoy, 25 de noviembre, Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, me gustaría hablar del silencio ante la violencia en prime time. Para ello, repaso el caso de Carlota Corredera y el precio que pagó por defender la violencia de género.
Durante décadas, Mediaset ha sido un gigante: audiencias masivas, polémicas constantes y una televisión donde convivían el amarillismo y la crítica social. Su fuerza residía precisamente en una línea editorial flexible, aunque contradictoria, donde cabían diferentes discursos. Pero llegó un terremoto para el que la sociedad no estaba tan preparada como parecía: la docuserie de Rocío Carrasco. Y allí, en primera línea, estaba Carlota Corredera.
Ante la fricción social y política, la cadena saltó por los aires. El grupo estableció un nuevo código ético, un control estricto sobre colaboradores, una purga de figuras incómodas y una clara intención de reconquistar a un sector conservador de la audiencia que había abandonado la cadena.
En esta purga cae un programa que nos acompañó durante más de una década, Sálvame y, claramente, Carlota Corredera. Y es que ella no solo presentó, sino que defendió abiertamente a una víctima de violencia de género, en un país donde eso es una declaración ideológica. La consecuencia fue su despido silencioso. Todo por sostener un discurso que, en un mundo más razonable, debería ser incuestionable.
¿Cuánto cuesta defender algo tan básico?
Aquí está el punto en el que he estado pensando. Defender a una víctima de violencia de género debería ser un acto ético, no político. Carlota Corredera no se limitó a presentar, denunció el negacionismo de la violencia machista y se posicionó de forma firme. Y en una industria donde la falsa neutralidad suele ser la norma, ese tipo de posición se paga caro.
Años después, el equipo de Ni que fuéramos (ahora No somos nadie) ha empezado a devolverle su espacio en televisión. No con entrevistas populistas ni grandes titulares, sino con el simple gesto de volver a contar con ella. Pero esa reparación es insuficiente. Lo es porque no debe ser fácil convertirse en víctima de un ostracismo nunca admitido. La herida principal no es la pérdida de pantalla, sino el mensaje que queda en el aire: ¿Qué espacio queda para los profesionales que se posicionan frente a las violencias estructurales?
Al final, ¿quién gana y quién pierde?
Carlota perdió presencia mediática y sufrió un escarnio público. La cadena perdió credibilidad y pluralidad. Y la sociedad perdió una oportunidad de mantener en primera línea una conversación necesaria sobre la violencia machista. Pero mantuvo su postura y decidió no retractarse. Justo eso es lo que mantiene vivo el discurso. Y ese tipo de coherencia, aunque cueste, cala y emociona. Porque escuchar a Carlota contar su despido, emociona. Ver como se llora ante la victoria de Antonia Dell’Atte, emociona. Verla explicar conceptos como violencia vicaria en prime time, emociona.
Y es justo en el 25N cuando debemos mirar de frente: las protagonistas son las mujeres asesinadas, las que sobreviven y las que siguen atrapadas. Los medios no pueden permitirse la comodidad del silencio o de no posicionarse. Su responsabilidad es nombrarlas, explicar los datos, desmontar los mitos y no dar espacio al negacionismo. Porque cuando la televisión las silencia, las víctimas son víctimas dos veces.
En un panorama donde muchos se mueven según sopla el viento, ella — y más gente, por suerte — eligió estar al lado de las mujeres. Así, logra que las mujeres que no tienen un plató donde hablar, se sientan escuchadas.
Gracias, Carlota.








